En los últimos años, en cuanto a calidad de vida, muchas cosas han cambiado. Y no precisamente para bien. Sin embargo, existen soluciones para mejorarlas. Y siempre más personas las están valorando.
Por Dani Pagani
En los últimos años, en cuanto a calidad de vida, muchas cosas han cambiado. Y no precisamente para bien. Sin embargo, existen soluciones. Y muchas personas las están valorando.
Empezamos con hablar del mundo del trabajo y de un fenómeno de descontento que está creciendo de forma rápida, importante y generalizada. El estado actual del mundo laboral es muy preocupante. Nos referimos a un modelo que está generando un llamativo y difundido malestar.
Al parecer, la gran mayoría de los profesionales sufren un malestar que responde a la definición de burnout. ¿Qué es el burnout? El burnout no es otra cosa que el síndrome de desgaste profesional o síndrome de estar quemado, es la respuesta que da un trabajador cuando percibe la diferencia existente entre sus propios ideales y la realidad de su vida laboral. Se desarrolla, generalmente, en las profesiones de interrelación social frecuente.
Se trata de una situación de alarma causada por una carga insostenible de deberes, tareas y responsabilidades. Pero, también está causada por una cultura de devoción al trabajo, que para algunos incluso acaba convirtiendo la profesión en el principal factor de satisfacción personal, en lo único que proporciona un sentido a la vida. Por lo tanto, para estos individuos, su valor como personas acaba definiéndose única y exclusivamente por el puesto de trabajo que ocupan, por el nivel de productividad que son capaces de proporcionar a sus empresas, más que por la calidad de su trabajo.
Lo que queda claro, es que hace falta actuar con urgencia en las estructuras empresariales, culturales y sociales sobre los cuales se basa esta forma de pensar y funcionar. Hace falta hacerlo ya y hacerlo de forma colectiva.
Según los estudios más importantes y recientes sobre este tema, muchos trabajadores se sienten insatisfechos, sin ganas, les falta concentración, se sienten solos y cansados, estancados. Y la mayoría de ellos, hasta detestan sus puestos de trabajo y las empresas en las que están.
La primera consecuencia de esta tendencia de descontento, en constante aumento, ha sido el fenómeno de las dimisiones masivas. Las dimisiones son un fenómeno que refleja un tema de debate que protagoniza siempre más las conversaciones cotidianas entre amigos y familiares, artículos de prensa, novelas, promesas electorales y negociaciones. Y esto basta, para muchos y a menudo, para deslegitimarlo. Sin embargo, se trata de una cuestión que no está vinculada solamente al dato acerca de cuántos abandonan el puesto de trabajo seguro, en búsqueda de una calidad de vida mejor. La cuestión está en cuántas personas se dan cuenta de que ya no quieren vivir casi exclusivamente para trabajar.
La cuestión está en cuantos individuos ya no soportan la dedicación absoluta a la laboriosidad, en sacrificio de todo lo que queda fuera del ámbito profesional, que ya no quieren y tampoco saben encontrar su identidad en lo que hacen. Es un camino que, según el aval de lo que suele ocurrir con los individuos que se han “lanzado” en los últimos tiempos, no debería asustarnos demasiado y que no se trata del fin del trabajo, sino de la emancipación del ser humano del trabajo.
Si analizamos los últimos estudios dedicados al tema de la insatisfacción en el puesto de trabajo, probablemente tenemos que volver a pensar en como se deberían hacer y organizar las cosas, en como y cuanto se deberían cambiar, en cuanto es necesario mejorarlas. Para experimentar nuevos modelos, deberíamos ser capaces de no avergonzarnos cuando nos sentimos agotados, no cortarnos cuando nos gustaría decir no o cuando echamos de menos el desconectar de una forma sana y reparadora, el tiempo libre disfrutado de una forma serena y con plenitud. En fin, cuando echamos de menos ser personas y no solamente trabajadores.
En la actualidad, vivimos en una sociedad que necesita más que nunca aprender a enfrentarse a ciertos modelos que generan malestar y al mismo tiempo proporcionan unos resultados peores. Y cambiarlos. Se trata de modelos que no benefician a nadie, incluyendo a las mismas empresas y directivos y sistemas de trabajo que los generan. Y, por lo tanto, como sociedad, quiere decir de forma colectiva, tenemos que aprender a eliminar el sentido de culpabilidad injustificado, los correos electrónicos nocturnos, el trabajo extra, la idea de que nuestras vidas deben ser siempre activas, competitivas, de que la oficina no tiene límites, de las presiones fuera de lógica y sin sentido común, que no aportan nada y acaban quemando más que aportando crecimiento, de que sólo estamos en el deber y nunca en el derecho.
Dedicamos un momento en reflexionar en cuánto tiempo ocupa nuestro trabajo en nuestra jornada. En cuánto nos cuesta distinguir el tiempo del trabajo del tiempo de la vida personal. En cuanto influyen a diario nuestros pensamientos ligados al trabajo en todos los momentos, espacios y relaciones que quedan fuera del ámbito profesional. En lo cotidiano, vemos afectados nuestros momentos que deberían ser desconexión, por la invasión de preocupaciones o solicitudes relacionadas con la esfera profesional.
Al fijarnos en lo que ocurre con nuestras profesiones, nos damos cuenta que, con demasiada frecuencia, tenemos la sensación de que el tiempo de trabajo nunca es suficiente. Esto ocurre especialmente en aquellos entornos laborales en los que se da prioridad absoluta a la productividad. Y a menudo, pensamos que una de las claves del éxito reside en una buena gestión del tiempo. Sin embargo, según los estudios psicológicos más recientes y más fiables, la productividad consiste principalmente en gestionar nuestra atención. En resumen, no se trata de cantidad, sino de calidad. Y cuando hablamos de calidad, nos referimos a aquella de nuestra presencia, que es lo que de verdad determina la calidad de nuestro trabajo (Si a todo esto le añadimos cuanto de determinantes puedan ser otras claves cómo el entusiasmo y la pasión hacia lo que se hace, enseguida nos damos cuenta de cuanto ciertas dinámicas actuales malsanas en el mundo del trabajo van precisamente en contra del éxito).
Centrarse en la calidad, más que en la cantidad de trabajo, conlleva numerosas ventajas. Centrarse en la calidad significa dedicar tiempo y energía a producir resultados excelentes, en lugar de intentar completar tantas tareas como sea posible.
Es indudable que, cuando nos esforzamos por realizar un trabajo de alta calidad, somos capaces de poner en juego nuestras habilidades y capacidades de la mejor forma posible, lo que nos proporciona un sentimiento de orgullo y realización personal, aumentando nuestra motivación y la confianza en nuestras capacidades.
La calidad también se traduce en un mejor impacto en el destinatario de nuestro trabajo. Ya se trate de un producto, un servicio o una comunicación, si se hace con cuidado y atención, tendrá un impacto positivo en la persona u organización que lo reciba; por lo tanto, en el cliente final (que en cualquier empresa tendría que representar lo más importante).
No fijarse en la calidad puede parecer un ahorro de tiempo a corto plazo. Sin embargo, un trabajo de alta calidad suele reducir la necesidad de correcciones, revisiones y repeticiones, algo que se da mucho en aquellas dinámicas de empresas que dan prioridad al concepto del “todo ya”, acabando de esa forma trabajando más y en muchos casos cumpliendo más tarde. En cambio, reducir la necesidad de revisiones y correcciones acaba en una mayor eficiencia y en una reducción de la pérdida del tiempo (y, por supuesto, de recursos).
Invertir en un trabajo bien hecho desde el principio, con plazos de entrega lógicos, puede evitar problemas futuros y, sobre todo, garantizar un flujo de trabajo más fluido.
La realidad es que el mundo ha cambiado y, hoy en día, la calidad de vida ha bajado de forma exponencial. Pero, pasamos a analizar mejor cuales han sido los factores que están afectando de forma impactante nuestra calidad de vida.
Primer cambio epocal: la bajada del poder adquisitivo.
Hasta más o menos la mitad de la década de los 90, un solo individuo con un sueldo medio (en la gran mayoría de los casos, pudiendo contar con un contrato fijo y buenas perspectivas de quedarse muchos años en la misma empresa y recorrer una trayectoria de crecimiento), sabia que iba a emplear una tercera parte de su sueldo mensual para cubrir los gastos fijos esenciales cuales comidas, recibos, alquiler, etc. Otra tercera parte de esta remuneración solía emplearla para disfrutar del ocio, cenar fuera, ir al cine. Y la última tercera parte, sabía que podía emplearla para destinarla al ahorro, o a unas buenas vacaciones, o a pagar un mutuo, considerando además que, en aquellos años, con esa tercera parte de un sueldo medio, llegabas a pagarte un mutuo en pocos años. Con unos pocos años más, acababas contando también con una vivienda de propiedad en el campo, en el monte o cerca de la playa.
Hoy en día, una pareja (por lo tanto, no uno sino dos individuos), ambos trabajando y ganando un sueldo medio (ambos enfrentándose, en la mayoría de los casos, a un sin fin de contrataciones a tiempo parcial y por lo tanto al reto de tener que encontrar empleo constantemente), para pagar una vivienda, saben que emplearán más de 30 años de media, llegarán a finales de mes, cada mes, con cierto agobio y ansiedad a lo largo de sus próximos 30 años, y salir a cenar e ir de vacaciones representará casi un lujo. Ni hablemos de la misión prácticamente imposible que puede llegar a ser el conseguir ahorrar.
Obviamente, estamos analizando lo que les sucede a individuos que reflejan cargos y sueldos pequeños, medio-pequeños y medianos. Lo que significa que se trata de la gran mayoría de la sociedad (aunque el fenómeno, en ciertas zonas de Europa, está empezando a afectar también a parte de la clase medio alta).
El cambio generado con la llegada del euro y cuanto ese cambio haya afectado el bolsillo del ciudadano medio es algo que se ha percibido desde el primer instante, de forma inmediata. Pero, otros factores han influido. Si comparamos las posibilidades de quienes se enfrentaban a la vida en Europa en los años 70 y 80 con un sueldo medio, con aquellos que tienen que hacerlo hoy en día, queda claro que hay responsables y responsabilidades acerca de cómo han evolucionado las cosas. Por un lado, de la clase directiva (a remolque de las leyes del mercado, de la rentabilidad y del lucro). Por otro lado, de la clase política. Y cuando hablamos de clase política, no se trata de abrazar ciertas ideologías en sacrificio de otras. Al final, en las últimas décadas, han gobernado todo tipo de partidos. Sin embargo, la trayectoria de la que hablamos, ha sido la misma. Así que, si hubo responsabilidades en alimentar esta tendencia, estas probablemente han sido de todas las facciones y partidos que han gobernado. Quienes más y quienes menos, pero de todos ellos, incluyendo a aquellos que parecen preocuparse por el tema solamente en los momentos de campaña electoral. Para luego olvidarse.
Otro cambio epocal: la excesiva carga de trabajo y las consecuencias que los nuevos modelos están generando.
Se trata de un aumento vertiginoso de los ritmos y de la carga de trabajo, algo que se produjo en muy poco tiempo, que coincidió con la llegada de ciertas herramientas tecnológicas y un tema de cual ya hemos hablado en la primera parte de este articulo. Pero, merece la pena profundizar.
Herramientas como Internet, los mails, el hecho de poder gestionar todo desde un teléfono móvil, que a la vez nos permitiera estar siempre localizables, el poder conectar con los demás de una forma fácil y rápida desde la pantalla de un ordenador, las aplicaciones, todas estas posibilidades y facilidades que la tecnología nos ha brindado, parecían al principio una gran ventaja para aligerar de forma importante la carga de trabajo, facilitarnos la vida, convertir muchas tareas de nuestro día a día profesional en algo más fácil y llevadero. Si bien es cierto que eso en parte ha ocurrido, la realidad es que esta inmediatez en conseguir solventar ciertas gestiones, nos ha llevado a tener que cargar en el día a día con una cantidad de gestiones a solventar mucho mayor y, en la mayoría de los casos, demasiado alta, demasiado importante, despropositada.
Sin contar con todas las consecuencias negativas que el estar constantemente pendiente de sonidos y pantallas y alcance inmediato de resultados conlleva (muchas de las cuales todavía no se conocen del todo y las iremos descubriendo en los próximos años a través de la investigación medica). Hablamos de un impacto negativo en nuestra calidad de vida, ligado al presente. Y hablamos de una serie de consecuencias negativas en el corto, medio y largo plazo, en temas de salud, mental y física, y con consecuencias importantes también en el ámbito de la convivencia social.
Resumiendo, las estadísticas hablan claro: la gran mayoría de las personas llegan con ansiedad y grandes renuncias a finales de mes. Además, no están contentas con su trabajo y, entrando más en el detalle, resulta que hasta lo detestan. Quieren decir que viven sus horas diarias dedicadas a su profesión, que no deja de ser una parte importante y cuantiosa de la vida de un individuo, con desgana y repulsión. Además, los niveles de estrés han aumentado de forma impactante.
Las consecuencias están a la vista de todos. Sin pensar en cuanto estas dinámicas hayan afectado a otros aspectos de la sociedad. Citamos solamente algunos ámbitos que se están viendo afectados. La natalidad ha bajado y mucho, los niños acaban siendo criados en muchos casos por los abuelos, con la consecuente carga que representa para los ancianos asumir de nuevo el papel de educadores y “padres” en una fase de la vida que tendría que estar dedicada al disfrute y a la merecida tranquilidad, y muchas veces los niños crecen rodeados de ambientes tensos o de mucha indiferencia causada por el cansancio, por lo tanto con graves lacunas ligadas a la falta de cariño y a la falta de educación. Aumentan las dificultades, y la sociedad “estresada” y ansiosa se convierte en una sociedad más agresiva, susceptible, impaciente, más violenta y menos tolerante. Y más insegura.
Volvamos a nuestra análisis y entramos todavía más en los detalles. Las personas emigran, cambian profesión y se reinventan, y cambian de residencia.
Los datos hablan por sí solos. Y hablan a menudo de perfiles jóvenes. Muchos jóvenes abandonan las ciudades y la cifra no ha dejado de aumentar en los últimos diez años. Se trata sobre todo de jóvenes más formados que la media y en muchos casos de directivos.
Queda por reiterar por qué tantas personas formadas, preparadas, jóvenes y ambiciosas quieren abandonar las grandes realidades urbanas. Es difícil no pensar enseguida que se trata de emigrantes económicos de las clases aplastadas por las fuerzas tecnológicas y comerciales del siglo, por los costes básicos de la vida en constante y rápido aumento, por las altas exigencias ligadas a una productividad que tiene que ser inmediata, más que de calidad. En las estadísticas y estudios más recientes aparecen cifras enormes.
Un dato curioso recurrente en los estudios más fiables, dice que gran parte de los que se van a vivir a entornos más rurales, proceden de las ciudades más ricas. La gente se aleja de autenticas cunas de riqueza y productividad, pero que al parecer y al mismo tiempo representan las zonas donde se concentran las mayores dificultades. ¿Por qué los jóvenes abandonan ciudades tan civilizadas y prósperas? Existe una correlación entre las zonas de origen de estos jóvenes y una especie de mapa de crisis caracterizado por los mayores distritos urbanos, aquellos donde vivir resulta demasiado difícil por sus altos costes, para no decir casi imposible, incluso contando con buenas remuneraciones.
Pero, el mapa de la fuga de las grandes ciudades también dice que las causas profundas no son sólo económicas. Es difícil explicar de otro modo por qué tanta gente que incluso alcanza buenas retribuciones abandona decenas de las ciudades más ricas. Las razones deben ser también psicológicas. Sin duda, los jóvenes formados que tienden a marcharse tienen más energía, más capacidad para utilizar la tecnología e ideas más frescas que los trabajadores de más edad que constituyen la mayoría. En las empresas ligadas a las nuevas tecnologías de una forma u otra, empresas con una mayor presencia en las grandes urbes, la brecha de mentalidad entre los primeros y los segundos no tarda en hacerse patente. Las nuevas generaciones formadas tienden a encontrar inadecuado el modelo actual de funcionamiento de empresa en la primera línea de directivos, reacios a darles margen para un crecimiento rápido, con exigencias cada vez más «agresivas» justificadas por la mayor facilidad de gestión que proporciona la tecnología.
Quienes dirigen empresas, no sólo las más pequeñas, pueden sentirse desafiados por la nueva generación. La reacción defensiva se esconde entonces detrás del paternalismo y de un espíritu jerárquico que sólo se centra en el solicitar de forma automática el resultado inmediato que las nuevas tecnologías brindan y ofrecen a los trabajadores (descuidando, además y como ya hemos dicho, con demasiada frecuencia, el aspecto cualitativo ligado al resultado). Pero, ahora los jóvenes no esperan, porque tienen una alternativa: pueden decidir que no quieren seguir siendo «bombardeados». Y se van.
Y lo mismo hacen muchos directivos de edad más avanzada, que a menudo renuncian a retribuciones muy elevadas, en cambio de unos ritmos más humanos que pueden ofrecer otras realidades y profesiones. Cuidado, no se trata de tener pocas ganas de trabajar, de ser vagos. En este caso, se analiza una situación que afecta a individuos que disponen de buena voluntad, espíritu de sacrificio, ganas de progresar. Pero, que se ven aplastados por unas modalidades que no dejan márgenes y recursos para una vida digna. Que llegan a “contaminar” incluso los momentos de descanso, como pueden ser las horas libres o los fines de semana para quienes realizan trabajos de oficina.
En fin, los dos factores, menor poder adquisitivo y estrés en el trabajo, son las causas que llevan siempre más individuos a “escaparse” de las grandes ciudades, de ciertas realidades y de ciertas profesiones que, inevitablemente, están vinculadas a determinadas dinámicas, hijas de la gran competencia en los mercados. Con una media de edad de 40 años, muchos individuos (incluyendo a directivos con cargos y sueldos muy altos), deciden cambiar de vida, ganar menos dinero, pero ganar en tranquilidad y en calidad de vida. Los entornos lejanos a las grandes ciudades proporcionan menos oportunidades de trabajo, pero ofrecen muchas otras ventajas. Se trata de reinventarse y/o proporcionar al lugar a donde uno se transfiere un nuevo servicio, algo que pueda funcionar y generar lo suficiente para vivir una vida digna. En estos casos, adaptarse a profesiones que impliquen una menor frecuentación de la tecnología, parece ser la tendencia más buscada.
Seguro, es más fácil de contar que atreverse y acabar haciendolo. Sin embargo, también en ese sentido, los estudios hablan claro y, según los resultados, dar este paso y conseguir estabilizarse en nuevas realidades más rurales no suele resultar tan complicado como se podría pensar en un principio y, de cualquier forma, seguro lo es menos que adaptarse a cualquier reto en el entorno de una gran ciudad, se trate de buscar un empleo o de emprender.
Estos datos son muy alentadores para quienes buscan una “vía de fuga” y demuestran que el grado de satisfacción y de éxito de quienes lo intentan suele ser alto.
Vivir en realidades más a medida humana e irse a zonas con condiciones de vida más dignas, escaparse de las grandes urbes con sus altos costes, buscar realidades profesionales que respeten unos tiempos lógicos y que no impliquen un bombardeo constante de imputs y caminos saturados de gestiones diarias hacia la inmediatez de los resultados, representan soluciones que siempre más personas deciden “abrazar”. Y acaban convirtiéndose en excelentes inversiones hacia uno mismo, en algo que no tiene precio.
Según diferentes previsiones acreditadas, esta será una tendencia siempre más en auge en los próximos años.
Visto lo visto, todo parece tener mucha lógica. En nombre del sentido común. Y de una mejor calidad de vida.
Muchos individuos, al darse cuenta de haber caído en el paradigma del “trabajo para pagar un alquiler que me permita seguir trabajando”, han intentado dar un giro completo a sus vidas y mejorar. Y por lo visto lo han conseguido.
Si te interesa este tema, te sugerimos este otro artículo de la revista Slocum: ¿Trabajamos para vivir o vivimos para trabajar?